Ayer, martes 20 de noviembre de 2018, tuvo lugar una nueva audiencia del Juicio por la causa “MONTIVEROS Guillermo Antonio y otros p.ss.aa. Homicidio Agravados con ensañamiento –alevosía” en el que están imputados por delitos de lesa humanidad 23 personas que pertenecían, en su mayoría, al Comando Radioeléctrico y al Departamento de la Policía, cuando el terrorismo de Estado asolaba Argentina. Las víctimas de esta causa son dieciséis, de las cuales diez sobrevivieron, tres fueron asesinadas y tres permanecen desaparecidas.
La FCS participó de la tercera audiencia con la presencia de integrantes del Programa de Estudios sobre la Memoria del CEA, reafirmando el pronunciamiento del Honorable Consejo Directivo del 22 de octubre que declara de interés la realización de este juicio que se inscribe en la búsqueda de la Memoria, la Verdad y la Justicia, y en la que una de las víctimas fue alumna de la carrera de Asistente Social y militante del Centro de Estudiantes, Vilma Ethel Ortiz.
Liliana Eva Suarez: memorias vecinales del accionar terrorista
La madrugada del 26 de marzo de 1976 fue baleada una vivienda del Pasaje Bello 1477 de Barrio San Vicente. En ese hecho asesinaron a los recientes inquilinos: Vilma Ethel Ortiz (22 años), José Luis Nicola (25 años) y Gustavo Olmedo (20 años), militantes de la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO). Luego, cuando se llevaron los cuerpos, dinamitaron la casa.
Sobre ese hecho fue citada a declarar Liliana Eva Suarez, de 60 años, por ser vecina de la casa baleada. El testimonio de Liliana confirmó la responsabilidad de la policía en la trágica balacera que terminó con la vida de los tres compañeros del OCPO y dio cuenta del accionar nocturno e ilegal del terrorismo de Estado.
Liliana relató que aquella noche de 1976 se presentó en su vivienda un grupo de policías que decían estar siguiendo a unas personas y les ordenaron que se encerraran en las habitaciones. Para ese momento, techos y alrededores estaban llenos de policías y comenzó una intensa balacera. “Ustedes no han visto, ni escuchado nada”, les remarcaron los policías. Sin embargo, ella recuerda que “En la fachada de la casa quedaron los impactos del proyectil FAL” y “supieron que habían matado a tres personas”. El relato de Liliana da cuenta que no hubo un enfrentamiento entre quienes estaban al interior de la vivienda y quienes balearon la casa, remarcado por los impactos de los proyectiles que muestran la unidireccionalidad de los disparos. También, recuerda que antes de la balacera, la policía había cerrado las calles adyacentes y habían oscurecido la zona, cortando las luces.
Ante la pregunta por el conocimiento de sus vecinos, ella recordó que vivían dos mujeres, un bebé de pocos meses y dos hombres –uno de ellos, el padre del bebé, era estudiante de medicina-. “Nosotros nunca los conocimos porque ellos no se daban a conocer” (…) “A lo sumo un buenos días, buenas tardes”. También afirmó que allí en la casa funcionaba una “imprenta clandestina” que, según cree por lo sonidos que escuchaba, trabajaba en horarios nocturnos. En los días posteriores al asesinato, Liliana recordó que los vecinos comentaban: “eran guerrilleros que los venía siguiendo la policía”.
Como consecuencia de la explosión de la vivienda, se dañaron las paredes de las casas colindantes. Liliana hizo alusión a un dato llamativo: su padre fue al Tercer Cuerpo de Ejército –aun cuando había sido la policía la responsable de los hechos- a pedir ayuda para la reparación de las paredes y la respuesta que recibió fue que que podía usar los ladrillos de la casa derrumbada. Ellos limpiaron los ladrillos, los usaron para reparar la tapia de su vivienda, y otros vecinos se llevaron vestimentas que estaban bajo los escombros.
El testimonio de la vecina nos acerca a construcciones de memorias locales, subterráneas, de aquellos que no fueron víctimas directas del terrorismo de Estado pero fueron testigos de algunas facetas de su accionar. Su relato habilita a pensar en las distintas formas en las que se experimentó ese tiempo y en los esquemas de asimilación que median en dicha significación. Por momentos, en el relato resonaban el “llamarse al silencio”, “por algo será”, como aprendizajes de los años de violencia política. La participación de la testigo en estas instancias judiciales, nos alienta a pensar en el resquebrajamiento de esos mandatos.
Roberto David Garay: memorias de vidas partidas
El segundo testigo de la jornada fue Roberto David Garay. Un señor de 67 años, mecánico, de cabeza totalmente blanca, y que con voz suave narró su experiencia de abril de 1976. Con un relato medido, reposado, pero muy tenso, rememoró que lo detuvieron dentro de su casa, policías vestidos de civil, aunque afuera, en la calle, vio policías de uniforme.
“Me subieron a un auto, no a un patrullero, y me tiraron en el suelo en la parte trasera del vehículo. Me golpearon, me esposaron y me llevaron a la dependencia policial que estaba en la Plaza San Martín. Me vendaron los ojos y me dejaron sentado en unos asientos duros, cerca de un mes, no sé cuánto”.
El testigo relató que estuvo todo ese tiempo con los ojos vendados, sentado en esos bancos durísimos, “de cemento o de mosaico”, sin poder hablar. Después, esa misma noche, su hermano se entregó “para proteger a la familia”, y terminó también en esos bancos duros, sentado a su lado.
Recordó que durante su cautiverio lo interrogaron en dos oportunidades, y le preguntaban entre golpes y “apremios” –cachetadas, o puñetazos al estómago, “yo estaba vendado, así que no podía esquivarlos porque no veía de dónde venían los golpes”- si militaba en la Federación Juvenil Comunista. “Yo sí militaba. Ellos querían saber datos, nombres. Querían saber si mi hermano hacía algo más de lo que verdaderamente hacía, que era afiliar gente”. Algo tiembla dentro nuestro cuando lo escuchamos decir “no podíamos hablar, pero estaba sentado al lado de mi hermano, nos tocábamos y sabíamos que estábamos juntos”. Y su voz se quiebra un poco al mencionar que “una vez, por hablar con él, me dieron un cachetazo que todavía me duele”.
A Roberto lo liberaron pero su hermano quedó detenido mucho más tiempo y pasó por los ex CCDTyE Campo de la Ribera, La Perla, UP1, Sierras Chicas y La Plata, de donde finalmente fue liberado. La voz contenida de Roberto se detiene suavemente en los detalles de una historia tan dolorosamente íntima que finaliza con una frase terrible: “Luego de eso bajé la cortina y nunca más volví a pensar en lo que me pasó”, “de esos meses mi hermano no quiere hablar y yo respeto su silencio”.
Roberto queda en nuestra memoria como un jovencito asustado, sentado en los bancos duros del D2, que en medio de la noche impuesta por la venda en los ojos alarga tímidamente una mano hacia quien comparte con él esa angustia. No podemos olvidar esa mano joven y delgada, que se estira a tientas en el vacío, buscando desesperadamente un contacto humano, una mano que, reconociendo en el roce, en el olor, en el sudor a su hermano, halla en ese fugaz y familiar contacto un minúsculo consuelo para el horror.
Autoras: Vanesa Garbero y Gabriela Römer, integrantes del Programa de Estudios sobre la Memoria del CEA
Fotografías: Nicolás Castiglioni